miércoles, 8 de julio de 2009

CICATRICES * José Luis Ramírez




Tal vez una nota, pensó.
Aunque tuvo miedo que los dedos lo traicionaran y se viera obligado a que repetir mil veces la despedida, la tinta y la caligrafía repartidas en hojas y hojas que terminarían todas en el cesto de la basura, evidencia de su indecisión.
«Irte así, sin más. Es tan típico de ti, güey».
Y la navaja la dejó en la mesa y torció los labios, tomó el teléfono. Marcó.
La contestadora respondió con el tono de siempre:
“Hola. Estás hablando a casa de Mabel. Deja tu mensaje y número ya que por ahora no voy a contestar. Estoy muy ocupada para atenderte. O no estoy. O tal vez ni siquiera quiero escucharte. O es un número equivocado. O vas a colgar como todos. Como sea, di lo que tenías pensado decir... ”
La saliva y la voz atoradas en la garganta.
—Mabel. Soy yo. No sé cómo decirlo. Yo, yo ya lo he pensado y pesa bastante. Abrir los ojos, moverse; hasta respirar. No tengo por qué soportarlo ¿sabes? Es mi vida, puedo hacer con ella lo que me venga en gana. Como sea, te quiero bastante. Eres lo más cool que me haya pasado, voy a extrañarte pero, ¿qué se le va a hacer? El sitio al que voy no puede ser más malo que este.
Ruido de tonos y de mecánica.
El contador incrementando en uno el número de mensajes.
—Adiós.
Tomó la hoja de afeitar.
Tenía práctica en partirla y juntar luego el par de mitades para hacer el corte. La primera vez un rasguño pequeño en el brazo, cerca del hombro; luego la rodilla, el antebrazo. Siempre sitios ocultos por la ropa, al alcance de los labios. De su afición por la autotortura sabía sólo Mabel, también de su enfermedad.
—¿Y eso?
—Cicatrices.
Y siguió con la esponja enjuagando antes del lavaplatos.
—¿Y de qué?
La mirada atenta a la forma en cada corte.
—Nada importante.
Sonrisa incrédula. Confesión.
—Me gusta cortarme, es un vicio que tengo. Cuando estoy harto, cuando estoy deprimido, cada vez que hace falta. Tomas una navaja, la rompes y cortas. Es fácil —risa a medias; delatora, sincera—. Además, no sé bien por qué, pero me excita lamer las heridas.
—Ya.
—Va en serio, aunque igual tengo esta enfermedad, lo contrario de la hemofilia. No sangro mucho.
—¿Y lo haces de nuevo?
—Sí, bueno; es como el sexo, igual lo haces una vez y ya sólo piensas en hacerlo de nuevo.
Más risas. Nunca más hablaron de ello.
—Joder.
El corte fue una herida profunda de la muñeca hasta mitad del antebrazo.
Y aún así la hemorragia se vino en cámara lenta.
La dermis abierta, la piel blanca.
Puntos de sangre que se dibujan uno a uno hasta ser una línea punteada. Corte aquí, piensa. Y la raya se hace gruesa y se corre a un extremo. Primero un guijarro, una roca que se descuelga por la vertiente hasta ser avalancha, alud. La lengua a la espera de esa lágrima roja.
Los ojos cerrados. Sabor a sal.
Génesis.
El cuerpo rechaza todo trazo de luz. Vomita un alma que le fue dada al nacer y enfrenta a dios como su igual. Un ser superior a todas las cosas. El yo y el ego abiertos y dejados de lado como trozos de cascarón. También la ventana, la seguridad del hogar. Eso que era él ya no cabía en el orden establecido, se había gestado en entrañas propias. Y sentía hambre, lujuria. El deseo des-bocado en el corazón y la piel ardiendo.
Las estrellas cómplices de su nacimiento.
Sangre. Semen. Carne.
Los dientes recorriendo la piel y despojándola de secretos, rasgando. La saliva roja al igual que los labios. El aire y el entorno distintos. Negro. La obscuridad un ente vivo que lo embebe de sus entrañas. Lo abraza, lo besa.
Fue en la obscuridad que la halló.
Una amante vestida de luz ámbar y que olía a feromonas, a él.
El cabello rojo, el rostro todo dis-culpas.
—Sabía que lucías así.
Cazadora de piel.
La manga izquierda acomodándose hasta desnudar la muñeca. Navaja, disculpa marrón. Los labios rezando al sabor de la vena. Lactando. Haciéndose dueños de un alma que ya poseían.
Tacto que no se hartaba de acariciarlo, de beber.
La lengua siguiendo la herida en el ante-brazo, reacción de feromonas, saliva y plasma. El alma drenada a través de los dientes. Dolor. Un dolor extendido a lo largo del paladar, en la garganta.
—Ven.
Y ella se levantó.
Tomó esa pose de él con los brazos caídos. Se irguió, se mostró mujer y perfecta; opuesta a todo lo que era él. Cristo distorsionado, desnudo. El cabello largo y desalineado, negro. La actitud melancólica, mirada triste. Las heridas que de algún modo estaban en los brazos y no en el costado, las manos, los pies. Los clavos en algún lugar de su pasado. Ninguna expresión.
—Viólame.
Y las cosas sucedieron con demasiada avidez.
Movimientos rápidos y certeros. La ternura sustituida por un nombre de guerra, sangre. Los dientes bus-cando, hasta abrirse paso; la lengua, la entrega, el clímax. Las heridas de los brazos desaparecidas. Los puños cerrados.
La cabeza dando vueltas a sucesos que no debiera recordar.
—¿Fue así?
—¿Qué?
—La primera vez.
Los ojos huyendo de la interrogante a ningún lado.
—Eso no importa.
—Claro que importa. Te marcó, aún te cuesta tomar lo que es tuyo.
—¿Eres mía?
Mirada depredadora; hurgando en los ojos, buscando más allá. Interpretando cosas a partir del aroma, de los gestos, la expresión en el rostro.
—Sabes a qué me refiero.
—La maté. ¿Qué importancia puede tener cómo?
Los ojos delineados de un llanto que no se atreve a arrojarse.
Negros como sangre en la ausencia de luz.
—Háblame de nosotros.
—¿De nosotros? Qué se puede decir, sabes los rumores. Somos distintos.
Y el siseo de las palabras hizo que el silencio sonara a melancolía.
—¿Inmortales?
—No. Aunque nunca supe de uno que muriera de viejo. Somos longevos. Creces, sólo que llega un mo-mento en el que ya no tanto como los otros. Somos ácratas, amorales, egocéntricos. In-mortales no. Hay for-mas de morir. Es sólo que nadie las sabe.
Rezos, veladoras, olor a incienso.
La arquitectura de catedral re-saltó aún más la falta de expresión, la apatía.
—¿A qué me trajiste?
Las palabras hicieron eco en el techo de bóveda.
—Mira.
La crucifixión de cristo. Espejo de aire.
El cabello negro y atorado en las espinas, empapado en sudor y sangre tibia. La mirada en catarsis, perdida en algún lugar entre cielo y suelo. Padre, ¿por qué me has abandonado? Y los demonios cagándose de la risa. Mirándolo con desdén.
—Oh. Creíste que me enamoraba. Que había un final en el que vivíamos felices. Tú y yo juntos para siempre. ¡Para toda la eternidad!
Sarcasmo. Risotada.
Las pupilas dilatadas hasta serlo todo.
Los santos arrojados de sus altares por el despecho. San Judas Tadeo vuelto añicos y lo mismo el sagrado corazón, el cristo del crucifijo. Yeso. Ruido y polvo que se corren. Aversión.
—¡Perra!
Los dedos alrededor de su cuello.
Los pulgares en la garganta y los otros contra la nuca, las falanges a un punto de hundirse, listas a castigar. La cabeza echada hacia atrás y la carcajada valiéndose de la garganta como una caja de resonancia, el eco no hace sino amplificar el efecto.
Cínica. Ella es la misma que ha sido siempre.
No le importa si las uñas se entierran inmediatas al estímulo de adrenalina.
La piel deshecha. La sangre un manantial escurriéndole tibio.
Risa.
—Mercí, mon amour. ¡Mercí! —los de-dos llevándolo hasta el cuello, obligándolo a beber de esa última ofrenda—. Allez, boire moi. ¡Boire moi!
La carcajada aún menos sórdida que el eco.
La sangre y la piel vueltas polvo en sabor y textura.
La figura desmoronándose; dejando ropa, ceniza y cabellos en vez de la amante. El suelo un cementerio de polvo y tela. La ciudad el laberinto que ha sido siempre. ¿Qué otro refugio sino ese al que perteneces?
—Mabel
Los nudillos en la puerta por tres veces. El dolor a bocajarro.
—¡Mabel!
Una línea de luz se dibuja bajo el umbral.
Las piernas desnudas, playera.
—¿Uriel? —los labios temblando—. Creí que... Te creía muerto.
La risa nerviosa. Las manos reconociendo su rostro, los ojos escurridos como la cera.
Ansia.
Los dedos enredados como una promesa.
—Es peor.
El abrazo deshecho.
Las manos en los bolsillos y la espalda en el muro.
—¿Qué dices?, ¿Qué hay peor a estar muerto?
La mirada es de culpa, melancolía.
—La maté, Mabel. ¡La maté!
Llanto en seco. El rostro descompuesto, los ojos entrecerrados.
La boca y la garganta abiertas.
Ningún sonido.
La mirada encerrada en la tensión de los dedos.
La ausencia de líneas, de un destino al cual aferrarse.
Risotada.
La diestra vuelve armada del bolso.
La hoja de la navaja bella, resplandeciente.
La punta yendo de lado a lado en la palma.
La herida estéril, incapaz de dar a luz un hilo violáceo.
Los dedos abiertos, el movimiento lo bastante para cambiar el pulgar de la hoja a las cachas. El brazo en alto. La diestra dispuesta a hundirse de lleno en la otra. Destellos de cromo. Dedos largos y delgados, un beso. La caricia lo bastante para desarmarlo.
—Ven.
Y una vez dentro, el mundo es distinto.
Gotas de sangre.
La navaja lamiendo la curva del pecho, violando en una línea minúscula del pliegue, gemido, risas.
Una gota de miel roja ofrecida como consuelo.
Metamorfosis.
Perla, lágrima, manantial.
El amante pasivo se la quita de encima y la pone de bruces.
Transmutación.
La penetra tres, cuatro veces; cada una con más fuerza.
Y ella sólo se tensa.
Espalda perfecta.
Uñas y dientes que no saben sino ir y hacerse de una referencia en la almohada. La energía se concentra toda en un punto de la garganta. Orgasmo. El recuerdo de la sangre que se queda en la sábana.
—¿Cómo supiste?
—¿Saber qué?
—Que eras uno.
—Me suicidé, ¿lo recuerdas? —mueca, una expresión de dolor que no había tenido—. Me corté las venas... Esperé horas y no ocurrió nada. Salté por la ventana, huí de casa. Estaba harto, harto de todo. Viviendo por inercia, a la deriva. Marcando una raya en la piel por cada día que pasaba... Y nunca había cicatrices. No importaba cuan profunda fuera la herida ni cuántas veces rasgara en el mismo sitio, todas desaparecían.
—¿Y lo supiste?
—No. Sabía que era distinto, pero no supe qué sino aquel día. Ella estaba sentada en las escaleras. Abrazada a sus piernas con un vestido que le llegaba a los tobillos. Miraba las estrellas. El cuello largo y tendido como si quisiera alcanzar-las. Y la violé. Des-trocé su garganta.
Todavía me re-cuerdo bebiendo la sangre en su boca, mordiendo sus labios, haciendo el amor con un cuerpo muerto que sabía a pan. —los recuerdos dando vueltas en su cabeza—. Se parecía a ti —la piel blanca. Las venas de la yugular hinchadas, llenas de ambrosía. La magia del momento rota por cuestiones de instinto. Una poca sensualidad, la más que se puede cuando se arrebatan las almas—. Una niña. Cuerpo perfecto, alma perfecta... —la recorrió en la herida con el índice—. Cicatrices.
La besó.
Un beso de despedida.
Veinte años.
Mabel lo vio una calle antes y una calle después de pasar a su lado, mirando por la ventana del autobús como hacía siempre que era mejor no pensar y sorprendida de encontrarlo ahí, recargado en un árbol y luciendo exactamente como en la fotografía de su bolso. Delgado, rostro adolescente; vestido de cazadora y jeans negros a pesar del calor. Gafas ovales.
Le pareció tan de sueño. Una aparición.
Como si dios mismo estuviera a mitad de la urbe.
—Bajan, ¡bajan por favor!
La compostura perdida porque nadie que busque un sueño la guarda. Se dio a la carrera, portafolios y gabardina acomodándose a cada paso al igual que los senos.
—No está.
Permanecen el árbol y el bulevar, la sensación de pérdida que era la misma desde aquel mensaje en la contestadora, las cicatrices del pecho y el antebrazo, la humedad. El deseo de que esto no fuera un sueño. De que ésta vez, al menos ésta, lo pudiera abrazar.