lunes, 30 de mayo de 2011

Ser vampiro es muy cool






Cada sociedad tiene el mito que necesita: el vampiro clásico habita la nuestra, pero también produjo a Buffy, la cazavampiros, que representa el modo en que gran parte de la juventud ve los límites entre la vida y la muerte.

MARCELO PISARRO.



Se sabe: la explicación de los "mitos ancestrales" no hay que buscarla mirando hacia atrás sino en los alrededores. No sólo la de los llamados grandes —los nacionales, los religiosos— sino la de todos aquellos que calaron hondo en la industria cultural. A su manera son artefactos arqueológicos: si bien tienen un recorrido histórico, son objetos del presente. Están aquí y ahora. Cada sociedad los emplea y resignifica de una manera particular. O más bien: de muchas maneras. Forman parte —diría el recientemente fallecido Clifford Geertz— del cuento que cada sociedad se cuenta a sí misma. Si ayer un mito servía para asustar a la población y hoy sirve para venderle remeras, ¿qué? ¿Es menos mito por eso? Claro que no. Los mitos nacionales pueden justificar guerras o publicitar gaseosas cola. A los mitos les da lo mismo.

Algunos historiadores sostienen que relatos de vampiros o criaturas-parecidas-a-vampiros se conocen en la mitología babilónica, sumeria, judía, china, egipcia, musulmana, vikinga, romana, etc., desde el Lilu acadio hasta el vetala hindú, aunque sus raíces modernas se hallan en el folklore eslavo. Otros sostienen que es una creencia reciente, que no se conoce en Grecia, Roma o la Edad Media, que fue introducida por dálmatos y montenegrinos. Pero en el siglo XVIII las plagas de vampiros ya arrasaban Europa; o al menos las plagas de quienes afirmaban que había plagas de vampiros. Había cacerías, exorcismos, exhumaciones, turbas iracundas y mucho pánico. Voltaire estaba horrorizado; en su Diccionario filosófico (1764) le dedica unas páginas a los vampiros, con mención especial al trabajo de Dom Calmet, monje benedictino que en 1751 había publicado Tratado sobre las apariciones de los espíritus y sobre los vampiros o duendes, impagable registro de diversos casos de vampirismo. "Es una cosa muy curiosa —escribió Voltaire— ver los expedientes jurídicos relativos á los difuntos que han salido de su sepultura para ir á chupar los muchachos y muchachas de la vecindad". Instaba a dejarse de embromar y entrar en la Edad de la Razón, a dudar de los muertos resucitados de "nuestras antiguas leyendas". Ya entonces eran antiguas y dudosas. Pero funcionaban.

Hay constantes: vivos que mueren pero no mueren, muertos que resucitan pero siguen muertos, la sangre que rompe o restituye algún balance (entre vida-muerte, placer-dolor, bien-mal, día-noche). De tanto en tanto aparece alguna dilucidación "científica" para esclarecer el vampirismo actual y pretérito: tuberculosis, porfiria, rabia, enfermedades mentales (como el Síndrome de Renfield, o vampirismo clínico). Otros buscan sus "fuentes históricas". O ensayan clasificaciones de "razas vampíricas". De pronto asoma la new age y embarra la cancha: el vampirismo puede ser espiritual, un estado del alma. Los programas sensacionalistas británicos registran a quienes se implantan colmillos y beben sangre. Las fiestas góticas suman a más de un trasnochado que se cree descendiente de Elizabeth Báthory. Los vampiros no existen, pero que los hay...

Todavía se discute cuánto del Príncipe de Valaquia Vlad Tepes tiene el Conde Drácula de Bram Stoker. En Bran, pequeña localidad cercana a Brasov, en el distrito homónimo del centro de Rumania (en la región de Transilvania), le dirán: todo lo que usted quiera, señor turista. Luego de la revolución de 1989, el Castillo de Bran —del siglo XIII, hoy monumento nacional— acabó de convertirse en el Castillo de Drácula (aunque Vlad Tepes probablemente sólo lo pisó como prisionero del ejército húngaro). Lo que ejemplifica que el mito funciona no tanto por la profusión de baratijas que brotan a su alrededor —remeras, tazas, muñecos, libros, dentaduras puntiagudas, cuadros, ceniceros, etc.— sino que la mayor parte incluye la tipografía de Drácula (1992) de Francis Ford Coppola. Un mito perdurable es un mito adaptable.

Los vampiros cambiaron junto al aquí-y-ahora de cada sociedad. En el siglo XVIII los vampiros eran campesinos; en la época de Stoker, aristócratas; en el expresionismo alemán de los 20 representaban el estereotipo del judío; en la era de la blacksploitation hubo un célebre Blacula (1972). Desde hace unas décadas, cualquiera puede ser vampiro. Y muchos quieren serlo.

Hoy los vampiros son Spike y Angel de la serie Buffy - La caza- vampiros (1997-2003), Selene de Underworld (2003 y 2006) o el grandote Blade (desde los 70 en cómics, cine, televisión). Tienen superpoderes y todos los chiches tecnológicos, frecuentan raves, disparan ametralladoras y visten sobretodos de cuero negro. Pueden ser un poco crueles a veces, pero por algo son vampiros: los genes son la gran cosa nueva. El eslogan de The lost boys (1987) decía: "Duermen de día. Se divierten de noche. Nunca envejecen. Nunca mueren. Ser vampiro es divertido". No es curioso que estos mundos narrativos incluyan legiones de voluntarios deseosos por convertirse. Ser vampiro se volvió cool.

Programas como Buffy pueden leerse —explica el filósofo Douglas Kellner de la UCLA— como alegorías de la vida contemporánea. "Aunque las alegorías de la cultura popular pueden proveer un vehículo para la ideología, reproduciendo valores y prejuicios de la clase, raza o sexo dominantes, también pueden resistir o subvertir la ideología dominante, valorizando a los marginales y la resistencia a las normas hegemónicas; pueden presentar caminos alternativos para relacionarse, vivir y ser". A diferencia del "maniqueísmo guerrero y el simple chauvinismo nacionalista de la administración Bush", en el mundo de Buffy —continúa Kellner— los límites (entre bien-mal, vida-muerte, racional-irracional) son poco claros. "Probablemente ningún programa en la historia de la televisión ha articulado tan consistentemente el azar y la contingencia de la vida y confrontado la finitud: las relaciones se terminan, las etapas de la vida (por ejemplo, la juventud) se terminan, la vida misma puede terminar en cualquier momento y en cualquier lugar. Ningún programa de televisión ejemplificó tan bien esta ontología existencial, fundada en pensadores como Nietzsche, Heidegger o Sartre".

Imposible decir que vampiros eran los de antes: que Bela Lugosi es más Drácula que Gary Oldman, en el filme de Coppola. Cada sociedad tiene los vampiros que se merece. "Una historia lúcida —escribió Claude Lévi-Strauss— deberá confesar que jamás escapa del todo a la naturaleza del mito". Y no lo hace.